Javier Pérez Walias, Versos para Olimpia y otros poemas 1/2
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Aquel
hombre de mirada antigua
y poemas entre las manos
apareció, de domingo, con un beso
que guardaba para depositarlo, una vez más,
sobre tu frente
hilvanada por el azul de los glaciares.
Apareció con esos ojos
tibios
capaces de divisar fronteras más allá
de los muelles,
más allá
de las galerías del mar.
Regresó para reposar desnudo
sobre las arenas,
para beber el agua de lluvia que queda presa
entre las rocas y raíces, entre los sintagmas,
los libros
y los recuerdos.
Apareció de nuevo y
antiguo para pasear
su rostro
por
la plenitud del puerto mientras la oscuridad
de las olas,
de las
tablas,
de los
veleros,
de los
catamaranes
y el temporal y la quietud
rugen en las travesías.
Aquel
hombre quiso que, así como regresó
de lo recóndito,
no fuéramos delfines varados a resguardo
de una dársena helada,
–tú y él–
quebradizos ahora ante la niebla de los golpes.
Y con
golpes
y golpes secos.
Aguardó
este hombre de mirar antiguo
bajo la melancolía de sus párpados
a que los palos borrachos de la ciudad
o paraíso reinventaran
el color rojo sobre tus mejillas,
a que el fuego y los verbos se elevaran
por encima de la luz,
acoso de las cerraduras coronando nubes,
podando acaso
los hilos del corazón donde picotean
los pájaros
durante la lánguida y oscura noche.
Aquel hombre de mirar
hacia atrás,
de súbito te besa como cada anochecer
o al alba
para no perderle la cara al trazado amoroso
de su sangre,
para alzar tu arquitectura más allá,
más acá,
más hacia dónde,
por entre los bancales de las blancas
palabras
y las alacenas.
Apareció
este hombre
para hacer una hendidura en las gargantas
anegadas
mientras los peces de colores revolotean
a la conquista de bancos
de corales
moribundos y ramas de arcilla.
En los ojos también
pero también en los iris.
Como si su rostro fuera
de viento cálido,
como si llegara desposado por el terral del sur
para olvidar márgenes de infinitas
oscuridades
que aún relumbran entre
los indicios temblorosos
y más aún en medio del abandono
y en la huida.
Y ahora te observa,
y aparece de súbito la gracia,
ahí sentada,
hecha una mujer,
y te observa, joven,
y observa tu rostro pálido y chispeante
mientras lee a viva voz
unos cuantos versos sobre un imaginario
cazador de lunas.
Y observa unas piernas larguísimas
vestidas por letras y palabras
y otros aliños del lenguaje
que algunos, apenas nunca, alcanzarán
a concebir.
Abril, en tu mecedora de aire junto a
la puerta
de la vieja casa en primera línea,
al anochecer de las fábulas y los recortables,
amparada por el frescor que te recorre
medias arriba.
Abril, cercana a la estación de los frutales
que parece ir despojándose de todo garabato
mientras
una aguja de tinta enhebras en la nieve
blanda
con tu carrete de hilo
y dulcificas –a esta sazón de cerezas–
otro
verso de cruz en el mantel de mi escritura.
Y por eso este hombre de
mirar antiguo,
de ritmos en la recámara de la piel
anda decapitando elegías
a conciencia de que sus cabecitas
como niños huérfanos
rodarán
por las escalinatas
del resbaladero
en riguroso desorden.
Anda
decapitando elegías bajo el quitasol
de un tiempo de música inútil y naturalezas
muertas,
por estos desalojados caminos
de tanto náufrago que no sobrevive.
En las retinas o páramos
oscuros
de aquellos otros hombres.
Elegías
al beber el veneno de las estrellas
que nos sana del rojo inmarcesible
de los labios,
durante una travesura larga,
encallados,
tristes o sedientos.
Y por
todo ello
anda decapitando elegías este hombre
de mirada hacia atrás, a la antigua
mientras saborea el deshielo,
mota a mota,
de los terrones de miel diluyéndose
con las primeras redes al alba.
Al
descender por los ríos y hacer volar las cometas
cuando jamás a la cita oportuna acude nadie
con un gesto o beso, para avisarnos
si cruzamos de madrugada
por la calle del verdugo.
Pero
también retorna este hombre hacia
el silencio
hollín que existe en las bibliotecas,
en los grillos de las manos menudas
sobre los pupitres
y pasadizos y puentes;
hacia esa forma de sobrevolar por el filo
de quedarse sin aire;
hacia esa forma de ser buzo
en las alturas
dentro de los agujeros;
contra cualquier gravitación
de la manzana que se arroja y golpea dulce
otros ojos,
antes cegados por la arenisca,
otras miradas.
Y todo
el júbilo bajo el silencioso hollín.
(Escúchalo
bien, tú que me escuchas ahora entre
los dos extremos de este segmento
que es la vida y la muerte)
Porque silencio
es en otro tanto el
silencio de las palabras
tersas.
Es el tacto agrio y amoroso
al fin
de dos amantes que se hablan
caricias
a quemarropa.
Las plumas del ala que así vuelan
hacia lo inhóspito del
sufrimiento.
Es la espalda cosida por los besos,
vencida
ya la luz.
La sonrisa hueca
y el llanto que nunca se
detienen
ante los hilos
y
ausencias
de nuestro pasado paisaje.
Es la ternura de la propia carne
o metonimia abierta,
celeste,
hacia el universo de la
memoria
aún y todavía hoy por
describir.
(Ella me abraza. Y basta.)
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